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La balada de despedida del Rey de Seattle

27/09/2019

Félix Hernández Fotos: (AP/Ted S. Warren)

Andriw Sánchez Ruiz | BeisbolPlay

Caracas.- Lo que tiempo atrás parecía imposible por fin sucedió: ha caído la monarquía de Seattle.

Los últimos momentos del Rey en la norteña ciudad no ocurrieron bajo un halo infranqueable, intocable y solemne. Los buenos tiempos, esos de abundancia ponchadora y de regencia de brazo poderoso, quedaron atrás; están plasmados en las canciones épicas que bardos con franelas amarillas entonaron y entonarán; quedaron en los libros entintados con números imperecederos que hoy constituyen las pruebas irrefutables de un gobierno fecundo, desbordante.

El cansancio alcanzó al soberano. La excelencia y majestuosidad se fueron diluyendo en el ácido de los padecimientos. Golpes a sus pitcheos, magulladuras en su cuerpo y reclusiones a la lejana torre de los lesiones, terminaron con una era que pudo haberse alargado hasta el próximo año. Pero no. Los Marineros ya dan por concluido el reinado. La opción de 2020 –según todos los reportes- está descartada.

Ni siquiera con la fuerza menguada y la gloria dejada, la corte dorada dejó de reverenciar al Rey, que en su último día rompió los protocolos. Dejó que la humanidad del alma se apoderara del rostro honorable, el mismo que ha mantenido la compostura y la altivez en las peores situaciones. La emoción removió la corona y le quitó rigidez al cetro, el suelo bajo el trono de estremeció. Hubo lágrimas reales. Y no hay que llamarlas reales porque provengan de su nobleza, sino de su verdad.

En carrera hacia lo más alto del campo del T-Mobile Park, la lomita, desde donde rigió la ciudad por 15 temporadas, el Rey detuvo la decorosa marcha para saludar a la corte, que –por única vez- fue ampliada a 10.000 súbditos ataviados con el amarillo del oro, de la opulencia del reinado, del Cy Young del 2010, de los títulos de efectividad en la Americana de 2010 y 2014, del Juego Perfecto de 2012 (el último de los 23 que han visto las Grandes Ligas), de los más de 2.724 innings y 2.523 ponches. Tiempos de riqueza. Épocas que no volverán.

Su pueblo lo quiso hasta el final. Para las manos elevadas y gargantas esforzadas, él seguía siendo el Rey. Se ganó el cariño por lo que hizo en el terreno, pero también por sus decisiones. Pudo marcharse de Seattle. Olvidarse del frío, de los días grises y noches de lluvias persistentes, para irse a las atractivas y pomposas luces de ciudades escandalosas y acaudaladas, como Los Ángeles o Nueva York. Él, sencillamente, no lo quiso así. Decidió que ese rincón del norte era su hogar, aunque mal pagara (metafóricamente, porque en realidad le dio 175 millones de dólares por un contrato de siete años, así que “mal pagado” tampoco).

 

Todas las cámaras enfocaron a Félix Hernández cuando salió al terreno para su última salida con el uniforma de Seattle

Para los Atléticos de Oakland, los rivales, el Rey debía ser derrocado y no despedido, como bien sucedió. Y es que, a pesar del castigo de los Elefantes Blancos y la brusquedad que representan tres carreras, cinco imparables en 5.1 capítulos y la derrota, el fin del soberano no fue una rebelión. No hubo un monarca decapitado, un zar aniquilado, masas coléricas, ni una Anastasia perdida. Solo respeto y admiración a lo que un día fue y ya no podrá ser más, al menos no allí, en Seattle.

Quién sabe -tal vez es un desvarío de quien escribe esta balada, embriagado por la emoción de ver a un Rey más humano que cualquiera de los hombres en el terreno de juego, en la noche del 26 de septiembre- pero más que camisetas y vasallos, las almas de amarillo parecían más flores que personas. Porque de forma poética de Flor Amarillo (en Valencia) vino, de allí salió, reclutado por veedores de Seattle que buscaban el mejor talento disponible. De Flor Amarillo, casualmente el color que hoy lo despide y que lo alabó por tanto tiempo. De allá fue seleccionado como un joven príncipe, predestinado al trono. Siempre se dijo que él era el elegido, el que iba a conquistar territorios para los Marineros. Su precocidad lo llevó a debutar en el Gran Escenario a los 19 años, en 2005, solo dos calendarios después de haber comenzado en el profesional.

El Rey no dejó mal a nadie, ni siquiera a él mismo, con todo y las flaquezas de sus últimos momentos. Se fue como un regente digno, pero uno conmovido gracias a la atrapada del jardinero izquierdo Dylan Moore en el quinto episodio que –al menos- le dio un final un poco más honorable a la historia.

Antes de la salida, él decía que quería seguir, que este no iba a ser el final definitivo. Que volverá a la lomita en otro lugar, lejos del imperio que construyó y de donde lo tendrán por siempre en el altar de los héroes junto a Ken Griffey Jr., Ichiro Suzuki y Edgar Martínez. Pero ya no será el Rey, el soberano de Seattle. Tendrá las vestiduras de un plebeyo más, como si fuese Ragnar Lothbrok, el mitológico rey vikingo que se fue a morir lejos de sus tierras para que ninguno que lo quisiera viera su final. Tiene 33 años de edad, velocidad disminuida y dificultades, pero también ganas de competir.

Y quizás –quién sabe- no logre lo suficiente para ser un alma que viva eternamente en el Olimpo de Cooperstown. Pero ya es parte del por siempre de Seattle. Más que Félix Hernández, el nombre de pila del muchacho que quería ser Freddy García (célebre lanzador venezolano que brilló con los Marineros), es mucho más, es un Rey, uno que hizo una reverencia final (la única para él) para decir adiós, uno que se quitó la corona y la dedicó a las flores amarillas que lo despidieron esa noche en Seattle.

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